No hay que ser excesivamente razonables porque siempre justificaremos nuestra tristeza, mal humor, preocupación, desánimo, estrés. Cuando nos basamos en cómo queremos vivir, prescindiendo por ejemplo de la tristeza, aparece otra línea de pensamiento en donde es más importante el qué y el por qué, que el cómo. De esta forma, lo que el corazón quiere sentir, la mente termina mostrándoselo.
Cuando el cerebro da significado a algo, lo vivimos como realidad absoluta. Pero no estamos siendo conscientes de que sólo es una interpretación de la realidad.
La palabra es energía vital. Se ha podido fotografiar con tomografía de emisión de positrones, como quienes decidieron hablarse a sí mismos de forma más positiva, consiguieron remodelar su estructura cerebral, los circuitos que generaban ciertas patologías.
Podemos cambiar el cerebro con buenas palabras. Ya Ramón y Cajal, premio Nobel en 1906 dijo que todo ser humano, si se lo propone, puede ser escultor de su propio cerebro. Según lo cual, dependiendo de cómo nos hablemos a nosotros mismos, estaremos moldeando nuestras emociones, que cambian nuestras percepciones.
El observador altera lo observado. La transformación del observador, que somos nosotros, altera el proceso de lo observado. No vemos el mundo que es, sino el mundo que somos. Subjetivizamos y somatizamos.

Las ciencias y las letras están mucho más próximas de lo que vulgarmente se cree. La ciencia también es filosofía y la filosofía también es ciencia.
Las palabras activan núcleos amigdalinos, pueden activar los núcleos del miedo, que transforman las hormonas y transforman los procesos mentales. La Universidad de Harvard ha demostrado que cuando la persona es capaz de entrar en el silencio, padecimientos como las migrañas y dolores coronarios pueden disminuir hasta en un 80%.
Pero el silencio, lo que no se dice, también tiene sus efectos. Suele confundirse punto de vista con realidad y esto se transmite. La percepción va más allá de la razón. En la Universidad de California, Albert Merhabian ha demostrado que el 93% del impacto de una comunicación es subconsciente, va por debajo de la conciencia.
El hombre tiene miedo a los cambios. El miedo impide prescindir de una situación a la que el hombre se ha habituado, una situación “cómoda” que asegura movimientos dentro de lo conocido, pero eso impide la autorrealización. El crecimiento personal exige salir de esa zona de confort donde no existe el miedo.
El inconsciente rige la mayor parte de nuestros actos, se reacciona según automatismos que se han ido incorporando a lo largo de la existencia. La espontaneidad no es automatismo. La espontaneidad es un valor pero el automatismo es algo mecánico. Hay que entrenar la mente.

El mayor potencial que tiene el ser es la conciencia, no hay que decir que vamos a hacer algo y no hacerlo después, se deshonra la conciencia y sufre el ser. Hay que ver lo que existe, lo que hay; y hay que aceptar la realidad como es, sólo así, en esa consciencia, podemos saber qué debemos y podemos cambiar. Existe una frese que es una especie de tópico pero que es real: “lo que se resiste persiste”. Pero la aceptación es el núcleo de la transformación.
En el Proverbio 17:22 Salomón dice que “el corazón alegre constituye buen remedio y hace que el rostro sea hermoso; pero el espíritu triste seca los huesos”.
El Provervio de Salomón es científicamente cierto, oí, de primera mano una vez, que sobre los años 50 en EEUU se hizo un experimento en el que intervenían médicos y psicólogos. Se trataba de ver qué efecto tenía en los niños de un horfanato el cariño o la indiferencia. Así, un grupo de niños fue tratado con cariño y otro grupo de niños con indiferencia, impersonalmente. El resultado fue que los niños tratados con cariño progresaban adecuadamente mientras que los tratados como simples números enfermaban e incluso morían. En sus autópsias se descubrió que la médula espinal se consumía dentro de la columna. Así que Salomón, sin ciencia y sin experimentos, estuvo más acertados que los de esta salvajada como tantas que hay y se siguen practicando día a día, con animales humanos y sobre todo con los humanos. Mucho mejor los segundos que los primeros por su intencionalidad.
El Provervio de Salomón es científicamente cierto, oí, de primera mano una vez, que sobre los años 50 en EEUU se hizo un experimento en el que intervenían médicos y psicólogos. Se trataba de ver qué efecto tenía en los niños de un horfanato el cariño o la indiferencia. Así, un grupo de niños fue tratado con cariño y otro grupo de niños con indiferencia, impersonalmente. El resultado fue que los niños tratados con cariño progresaban adecuadamente mientras que los tratados como simples números enfermaban e incluso morían. En sus autópsias se descubrió que la médula espinal se consumía dentro de la columna. Así que Salomón, sin ciencia y sin experimentos, estuvo más acertados que los de esta salvajada como tantas que hay y se siguen practicando día a día, con animales humanos y sobre todo con los humanos. Mucho mejor los segundos que los primeros por su intencionalidad.
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